Crisálida (Primer capítulo)

[UNO]

Es la primera vez que besa en los labios a un hombre. La primera vez. Y entiende que es pecado. Pecado mortal, triple pecado, pecado contra Shiva, pecado contra sí misma y contra Natura. Pero se regodea en el sabor ocre de esos labios que de forma imposible parecen corresponderle, en el tacto suavísimo de unos pliegues que siempre había imaginado húmedos.
Es la primera vez que contempla a un hombre desnudo. Lo acaricia, se acomoda junto a él sobre la cama, tumbado el joven, ella sentada. Se demora en su torso lampiño, acuna con ambas manos su áspero mentón, sobrevuela con el pulgar las pestañas larguísimas y nigérrimas de Ismahen que cortinean una mirada transparente de fondo infinito. Entrelaza sus manos con las del muchacho hasta conseguir transmitirles algo de calor. Sus manos, manos de pianista -“manos de mujer”, como tantas veces presumía-, manos de las que tan orgulloso se sentía. Las aprieta mientras le habla en su lengua, una lengua que ya le sueña extraña a pesar de no haber dejado de utilizarla ni un solo día desde que abandonara la India. Ismahen se burlaba de su punyabí, lo llamaba el idioma de los fanáticos, por no nombrar a los temidos y aborrecidos sijs. Él hablaba el hindi, el urdu y, con más dificultad, el punyabí, mezclándolos y equivocándolos, pero entendía el sindhi, el bengalí, el guajarati, el marathi, el assamés y el bihari. Decía que para poder atender con garantías a los enfermos no era tan necesario haber pasado por la Facultad de Medicina como por la Escuela de Lenguas Indo-arias. Gauri no había estudiado ni lenguas ni medicina, y, sin embargo, comprendía las dolencias  de sus  paisanos  muchísimo  mejor que  los más afamados catedráticos de Delhi.
Ismahen es muy bello, nunca había imaginado que un cuerpo desnudo pudiese sobrecogerla de esa manera. Ese sentimiento que le cosquillea en el estómago y le alborota la respiración es pecado. Lo sabe. Como también sabe que es pecado la delectación con la que posa sus ojos sobre los muslos firmes del joven, incluso el gesto casi maternal de colocarle los rizos del flequillo. Mas no le importa. Tanto es así que vuelve a acercar sus labios hasta cubrir los de Ismahen. Los pasea por la mejilla, lentamente, buscando su oreja, donde se detiene un instante para susurrarle lo que jamás antes había dicho a hombre alguno. Demasiado tarde, admite con rabia.
No le importa que puedan descubrirlos. Se ha pasado toda la vida pendiente de las apariencias, de las leyes, de los mandamientos, de todo lo que –sólo ahora lo ve claro- aprisionaba sus sentimientos; ya es hora de comenzar a vivir. Se sonríe al repetirse mentalmente esa frase, tiene gracia que, una vez más, sea la muerte la que enseñe a vivir. Es la verdad más rotunda que aprendió de su abuela.
Las autoridades locales de Dispur la castigarían severamente si pudieran verla en estos momentos. Quizá no hasta el extremo de aherrojarla ni de cercenarle los índices, por fortuna en el este el fanatismo religioso se halla más atemperado que en el resto del país, pero sí la someterían a la kudrash, la humillación pública de los cinco golpes en el pecho con cañas astilladas de bambú.
El santón de Asán huiría de su cercanía y haría mil abluciones en el remanso sagrado del Brahmaputra para purificarse si tuviese noticia de su pecado.
La madre Caridad enrojecería, se santiguaría y terminaría chillando sólo con imaginar lo que estaba sucediendo en ese preciso instante. El padre Amadeo, si la escuchase en confesión, le impondría de penitencia un rosario y una hora de adoración al Santísimo; era lo acostumbrado, tenía el viejo capellán la misma expiación para cualquier culpa, ya que su sordera le impedía distinguir la gravedad de lo sucedido y el alcance del arrepentimiento. En Cuaresma se duplicaba el rosario y se triplicaba la hora de sacra contemplación.
Todos la condenarían, hasta su madre si viviera, sin duda. Ella le arrancaría de la muñeca el rakhi, la pulsera familiar de protección, y la quemaría en el pobre fogón de la cocina hasta que no se distinguiese su brillo entre las cenizas. Bueno, todos no, Asha sólo tendría para ella palabras de comprensión. ¡Qué distinta su abuela de su madre!, ¡qué diferencia de mentalidad!
Gauri es consciente de que está pecando. No obstante, nunca antes se ha sentido tan pura como ahora. Y está convencida de que esa sensación no la abandonará cuando dentro de unos minutos, después de haber bebido nuevamente de los labios de Ismahen, se decida a amortajarlo.


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