El desván de la memoria

Villalgordo era Regates, el río, san Isidro, la placeta, juegos en la Sindical y el misterio del palacio. En ese orden. Poco más. Poco más pudo caber en el desván de la memoria de un chiquillo que apenas frisaba los cinco años de edad cuando marchó del pueblo donde lo nacieron.
Me da envidia releer el primer libro que escribió García Lorca, titulado Mi pueblo, en el que con fidelidad fotográfica rememora sus andanzas infantiles en Fuente Vaqueros; la cantidad de detalles que aporta de la vida de sus vecinos, de la geografía de sus rincones, de la riqueza de sus peculiares tradiciones. Yo no pude atarle cordeles de botes al rabo de ningún gato en Villalgordo, ni espiar a las parejas de enamorados que se despistaban tras las verbenas de las fiestas, ni ganar el título oficioso de crío más rápido jugando al pillao o a las cruces en la plaza. Yo no puedo presumir de patria chica por mucho que Villalgordo del Júcar, 1968, sea la coletilla que adorna, sin falta, la escueta nota biográfica que suele aparecer en mis libros.
Alguna vez alguien ha pretendido sacarme conversación al saber que nací en Villalgordo, buscando conocidos comunes o remembranzas ajenas; he tenido que convenir con él en lo de siempre: sus alrededores son muy bonitos, los cangrejos que se pescaban allí estaban de miedo y la industria champiñonera alivia no pocas economías. De buenas a primeras no voy a ponerme a contar que eso es una letanía, que lo que realmente podría contar es que Villalgordo es Regates, el río, san Isidro, la placeta, juegos en la Sindical y el misterio del palacio.
Regates era un océano. No sé si el nombre le venía del dueño, ni siquiera sé si siguen existiendo las balsas en las que culebreaban renacuajos y algún pez se asomaba de cuando en cuando a dibujar burbujas en la superficie de las aguas verdosas. Íbamos allí a merendar; nos pasábamos antes por las escuelas, donde recogíamos hojas de las moreras para los gusanos de seda y alguna que otra mora para nosotros, saludábamos a mi abuelo Eustaquio –que solía cantar “Una tarde fresquita de mayo”- y luego poníamos rumbo a Regates. Creo que estuve por allí hace nueve o diez años y me dio la impresión de que todo había encogido. El río ni lo visité, quizá porque como dice Zamora Vicente regresar es un mal paso cuando se trata de lugares que ocupan un lugar de privilegio en el recuerdo. No me gustaría comprobar que la imagen que guardo de aguas limpias y orillas en las que se podía merendar con gusto ya no tiene razón de ser. Conservo una fotografía en la que sostengo una bolsa tremenda de caracoles cogidos en las orillas del río. Yo tendría unos dos años, los caracoles alguno menos. También conservo fotos de la placeta donde vivíamos, en la calle san Roque, con un árbol que plantaron cuando nació mi hermana Marisa. La placeta en la que Cacharra me llamaba Urtain y por la que una vez pasó una yegua desbocada en dirección a la casa del Tambor. De San Isidro no hay fotos, pero sí un regusto a garbanzo torrao, olor a vino y a pólvora de cohetes. No sé por qué se me ha quedado grabada la romería en la que me hinché a garbanzos y a ver coger lagartijas a mi hermano mayor, Antonio. Caprichos de la mente, supongo.
En la escuela de la Sindical mis hermanos mayores organizaban funciones de marionetas; a cada asistente, además, se le regalaba algo: un molinillo de viento, una chancla de papel brillante, un cucurucho de pipas. Creo que el promotor era Marino, y que el mayor se divertía disparando con un rifle de feria a los títeres en plena función utilizando como proyectiles moscas muertas. Usábamos la escuela otras veces –los hermanos más pequeños- para jugar al escondite y para guerrear contra las hijas de don Ismael, el médico que vivía enfrente (y que me parece que eran cerca de mil, casi tantas como mis hermanos), tirándonos lentejas con las que se habían confeccionado murales que infestaban las paredes. Supongo que luego a mi padre, el maestro, no le haría mucha gracia ver el estado en el que quedaba el atípico campo de batalla.
Del palacio me suenan los árboles que lo rodeaban, la fuente de la zarina, y los azulejos preciosos que había en algún lugar de los jardines. Eso y las historias de miedo que nos contaba mi hermano mayor cuando llegaba con su bicicleta de barra y con su cara interesante de haber visitado el palacio. Nos hablaba de ladrones que pululaban por las cercanías de aquel paraje, y de ruidos extraños y de no sé cuántas cosas más. Lo  de los ruidos extraños no sé si sería verdad, pero lo de los ladrones, tal y como según cuentan ha quedado el edificio y sus inmediaciones de saqueadas, no pudo ser más cierto.
Según voy escribiendo esto me vienen a la cabeza historias sueltas, fogonazos curiosos que me relacionan con Villalgordo, como por ejemplo, la noche en la que a mi hermano se le escapó Amancio, un mono tití enano, como el de Pipi Calzaslargas (que, por cierto, me mordió), y hubo que buscarlo con linterna en los corrales del vecino, o cómo la mona Sara descolgaba el teléfono, o el respeto que me imponía entrar en la casa de la Eugenia, cerca de la plaza, o la de veces que se congelaban las cañerías, y las mulas de Ángel y sus hijas Angelita y Maruja, y Santiago y Lozano, y don Baldomero con su sotana y sus gafas oscuras discutiendo de fútbol, y las monjas, y el perro Peregrino, y, bueno...
Seguramente Villalgordo sea mucho más de lo que he dicho, porque la memoria es voluble, y un servidor la acostumbró desde bien chico a seleccionar lo mejor. A una inseparable compañera de viaje como es ella lo más práctico es alimentarla con evocaciones agradables.


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